pesaron muerte y destrucción sobre la tierra,
el viento sin dueño se empapó en el desierto
e hizo esfuerzos humanos con sus voces de aire.
Pero hambre y miseria vendan con su arena
los vértices de fuego de los hombres,
que ya no deletrean las vocales del viento
incrustadas en los muros de las ciudades.
El día en que tiranos y secuaces
chasquearon los dedos de la tormenta
sobre las cabezas del prójimo,
los seres dejaron de ser semejantes.
Entonces el viento rasgó cielos trepidantes
por ahogar entre lodos su amargura nueva.
Mas no dejó su tempestad avisos de muerte:
el viento termina donde las puertas se cierran.
El día en que tiranos y secuaces
señalaron la cabeza y la cuchilla
y sus perros adiestrados compitieron
codiciando el fruto rojo en la canasta,
el viento soltó del pleno de su nada
aguas del color de su corazón,
que es el corazón enloquecido
del testigo cegado por el crimen.
Y el día en que fue la tierra entera
convertida en arca de rapaces,
los cuerpos humanos en bolsas de rapiña,
otro sismo sacudió la cáscara del mundo:
el viento, señor y esclavo de su orgullo,
azotó con furias la irrisoria calavera
y rodó y rodó con sentidos volátiles
por los cinco desiertos del hombre.
Y yo afirmo, contra toda razón o sinrazón,
que desde entonces el viento se hunde en el mar
y penetra alevosamente en la montaña
porque busca sus cinco sentidos perdidos.
(in. 1976 - fin. 2002)